La economía del arte y el coleccionismo

MUESTRA. Vista de la exposición Grandes artistas latinoamericanos. Colección FEMSA, Centro Cultural La Moneda, Santiago de Chile, 2018. Cortesía: Colección FEMSA.

El coleccionismo es tan antiguo como la humanidad. Según Regis Debray, autor de Vida y Muerte de la Imagen. Historia de la mirada en Occidente, el primer coleccionista fue un muerto al que se le sepultó con todas sus pertenencias. Hasta que surgió el concepto de arte como práctica individual y subjetiva, la reunión de objetos bellos, dramáticos o terribles, como testimonio de una forma de ver y entender, se convirtió en labor de especialistas y enterados. Fue así como surgieron las primeras colecciones que cautivaron la visión estética de los objetos únicos.

En la actualidad el coleccionismo de arte es expresión de aquellas dos vertientes: la espiritual y la estética, y una más: la económica. El coleccionismo está guiado por la valoración artística (originalidad y autenticidad); estética (que revela el gusto de sus poseedores y de su tiempo) y por el valor monetario que representa. La plusvalía otorgada por la ley de la oferta y la demanda es actualmente parte de la ecuación.

Desde hace cinco décadas el coleccionismo dejó de ser una actividad exclusiva de conocedores y de los museos para convertirse en interés de inversionistas. Esa deriva ha tenido consecuencias paradójicas para la apreciación del arte contemporáneo y del arte pretérito. En su libro El sistema del arte en el siglo XXI, Robert Fleck explica cómo fue que el arte contemporáneo se convirtió en una de las inversiones más buscadas por los mercados financieros, las casas de subastas internacionales y los acervos institucionales.

Según Fleck, en los años 70 del siglo XX varias economías emergentes comenzaron a generar liquidez entre los empresarios de Japón, Medio Oriente y Latinoamérica. Con esa abundancia, los coleccionistas emergentes pusieron su mirada en el arte del siglo XIX; de esta manera inició la primera oleada de incremento en los precios, con cifras por arriba del millón de dólares por obras con 100 años de antigüedad.

Los nuevos marchands internacionales de aquellas décadas (Leo Castelli, Ileana Sonnabend, et al) comenzaron a usar como estrategia la de vender artistas vivos (Robert Rauschenberg, Jasper Jones, etc.) bajo el argumento de que eran la vanguardia americana del siglo XX. Esa fue la primera generación que pudo vivir a sus anchas a costa de su trabajo y producir obras de arte que resultaban inalcanzables para la mayoría de los museos. Fue así como surgieron las colecciones institucionales privadas. Repentinamente el arte contemporáneo se sobrevaluó, al grado de alcanzar cotizaciones de decenas de millones de dólares, cifras que los grandes maestros de siglos anteriores no han igualado. Hoy en día, el arte contemporáneo es mucho más caro que el arte de la antigüedad. Una excepción fue el Salvator Mundi de Da Vinci, que en 2020 alcanzó 400 millones de dólares en una subasta.

El exceso de capital que provoca la inmensa riqueza de las nuevas corporaciones de la era digital crea una demanda tentadora entre las colecciones corporativas por artistas como Peter Doig, Takashi Murakami, Anselm Kiefer, de la mano de galeristas como Larry Gagosian, Arne Glimcher o David Zwirner y coleccionistas como François Pinault, el zar de los medios David Geffen o el rey publicitario Charles Saatchi. La economía global ha creado oportunidades para nuevos mercados en capitales del mundo como Hong Kong, Malasia o Abu Dabi. Ante la invasión de arte contemporáneo asiático, de África y latinoamericano, cabe preguntarse qué es lo relevante para los coleccionistas con una línea interpretativa propia, centrada en los valores artísticos. Para Marcello Fabergoli, curador de la colección Friedrichshof, especializada en Accionismo Vienés, los coleccionistas más importantes invierten en la obra de los artistas establecidos. Los nuevos coleccionistas son más aventureros, compran artistas desconocidos. Sin embargo, a veces estos artistas resultan políticamente asépticos, tecnológicos; pienso en cosas como el Bit Art, que resulta más cercano al diseño digital que al arte.

Además de ser un trabajo de tiempo completo, el coleccionismo articula discursos en torno a periodos o a la producción de un autor. El coleccionista informado busca obras de valor histórico, importantes en la carrera de artistas y de movimientos apenas conocidos. “El coleccionista es aquel que tiene verdadera pasión por admirar, adquirir, poseer y preservar el arte”, señala el subastador Rafael Matos en su libro ¿Vivir del arte? Sí. En el medio mexicano los coleccionistas solían ser extranjeros avecindados aquí. Desde los años 50 destacan expertos como Salomón Hale, Robert Brady, Jacques y Natasha Gelman, Franz Mayer o Ruth Lechuga; excepción de la regla fueron Alvar Carillo Gil y Marte Gómez. En los años 80 surgieron actores como Sandra Azcárraga, Andrés Blaisten, Juan Antonio Pérez Simón, Sergio Autrey, Isabel y Agustín Coppel, Gabriel Herrera, José Pinto Mazal, e instituciones como FEMSA, Fundación Jumex, Grupo Carso o Banco Nacional de México, aportadoras de criterios y prácticas de mecenazgo en las artes.

El coleccionismo nacional sigue siendo deficiente como factor ordenador de las corrientes. El bajo perfil de los acervos públicos importantes impide establecer genealogías estéticas y artísticas claras. Existen lagunas en los museos, que se supone representan la continuidad del quehacer artístico local. El MUAC es el museo público con una política de adquisiciones periódica para resanar los años en el coleccionismo histórico de arte moderno y contemporáneo.

Con información de Heraldo de México

About Sofia Flores

Trabajadora social. Amante de los pueblos indigenas, su cultura y tradiciones. Ser voluntaria en proyectos sociales es algo que me encanta. También soy conductora de El Divague, tu tu tu wuuuuu.

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